Por Analía Canale y Hernán Morel
Foto: Hernán Morel

La murga es al carnaval rioplatense como el bandoneón es al tango, un extranjero que al integrarse genera nuevos sentidos. Desde el relato casi mitológico del origen ha transcurrido más de un siglo: una compañía de zarzuela que dado su fracaso teatral busca el sustento entonando canciones carnavalescas por las calles. Las murgas conservan hasta la actualidad ese espíritu de improvisación burlona y han heredado el nombre de los grupos gaditanos. Sin embargo, también han adquirido nuevas modalidades de práctica, de toque y de significado en estas tierras. Así podemos ver cómo las murgas se han difundido a lo largo de toda la Argentina, adoptando formas de baile y músicas propias de cada lugar. La murga se constituye en paradigma del carnaval transmitiendo su significado profundo de renovación de la vida, exponiendo lo efímero de los poderes establecidos y dando lugar a las utopías en la voz del pueblo. El discurso crítico en las canciones y el sentido liberador del baile son los pilares en que se sostiene una práctica surgida de los barrios de Buenos Aires. Transitó el último siglo con mejor y peor suerte, con reconocimientos oficiales y con prohibiciones, bajo luces de colores y a espaldas de la censura.

 

Carnaval, la fiesta milenaria

Los festejos del carnaval en la actualidad manifiestan la persistencia de la fiesta popular, siendo la más difundida y antigua de todo el mundo. Si bien su origen es europeo y se sitúa en la Edad Media, tiene antecedentes milenarios. Se puede encontrar en el carnaval una continuidad que va hasta las festividades del buey Apis e Isis en Egipto, pasando por los rituales cíclicos de los celtas, por las fiestas dionisíacas griegas y las bacanales, lupercales y saturnales romanas. El significado que unifica las fiestas populares, a lo largo del tiempo y en toda su variedad, es la renovación de la vida, de la naturaleza y de la sociedad. El carnaval, entonces, es la celebración del cambio y a la vez del eterno retorno. De acuerdo con el calendario católico, la fecha de realización de esta fiesta de orígenes paganos es móvil y está relacionada con el comienzo de la Cuaresma, período de cuarenta días en el cual los fieles cristianos deben practicar la abstinencia y el sacrificio para culminar en las Pascuas. Tradicionalmente el carnaval se realiza durante los tres días que anteceden a la Cuaresma. La misma denominación de la fiesta derivaría de carne levare, traducido como “adiós a la carne”, atribuído al ayuno y la sobriedad del período cuaresmal que seguía a los excesos del carnaval. Frente a la austeridad extrema de estas prácticas religiosas, las fiestas de carnaval constituyen un período de gran permisividad y libertad. Por ello, ha sido difícilmente tolerado por la religión oficial y el poder político, reiteradamente enfrentados con la fiesta popular a la que combatieron, condenaron o prohibieron por considerarla demasiado pecaminosa, profana y aún demoníaca. Dado el carácter liberador y subversivo del carnaval, durante el cual se imitaban burlonamente las procesiones, desfiles militares y coronaciones de la realeza, el poder establecido se veía expuesto al ridículo y cuestionado en su superioridad. Tengamos en cuenta que todos estos ritos y espectáculos organizados a la manera cómica, presentaban un desafío a las formas del culto y las ceremonias oficiales de la Iglesia o del Estado feudal ya que permitían expresar los sentimientos profundos del pueblo. En la modernidad, la fiesta del exceso en las calles se ve cada vez más limitada por el avance de la vida familiar volcada hacia el interior del hogar y por la racionalización de las actividades en busca de cada vez mayor ganancia económica. Sin embargo, el escritor alemán Goethe, en su Viaje a Italia del año 1788, dice que: “El carnaval de Roma no es propiamente una fiesta que se le da al pueblo, sino una fiesta que el pueblo se da a sí mismo (…) aquí cada cual puede mostrarse tan loco y extravagante como quiera, y que, con excepción de los golpes y puñaladas, casi todo está permitido”. Esta cita, retomada por Mijail Bajtín en su monumental estudio sobre el carnaval en La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (obra escrita en 1941), revela la permanencia del sentido participativo y abierto de la fiesta popular en la Europa moderna. También cabe destacar que en los festejos cada quién encarna el papel social que desea, el carnaval simboliza la alegre negación del sentido único de las cosas. Los disfraces y las máscaras invitan a trastocar los roles sociales cotidianos: los oprimidos se disfrazan de príncipes y los reyes pueden ser mendigos, algunas personas se visten de animales, mientras que otras cambian de sexo; los hombres se engalanan como mujeres y las mujeres se transforman en hombres.

El desembarco del carnaval en Buenos Aires

El carnaval llega y se expande por América con la conquista europea. Mezcla de procedencias étnicas muy distintas, de raíces europeas, aborígenes y africanas, la historia del carnaval en América adquiere nuevas características en la conformación de su identidad. A lo largo de su desarrollo histórico, el carnaval se fue insertando en los nutridos calendarios rituales y festivos de las poblaciones nativas que habitaban en el continente, creando múltiples variaciones de este festejo popular. Producto de dicha mezcla, los pueblos americanos encontraron en el carnaval un escenario único en donde expresar sus utopías, sueños y esperanzas de un mundo mejor. En el Río de la Plata las fiestas de carnaval reconocen una larga tradición que puede medirse cuanto menos en siglos y que se remonta a las primeras épocas coloniales, tal como señala Enrique Puccia en su Breve historia del carnaval porteño (1974). Durante el siglo XIX una práctica muy común en tiempo de carnaval sería jugar a tirarse agua y otros líquidos, divertimento que permitía romper con los protocolos de cortesía, recato y jerarquía que existían entre hombres y mujeres, mayores y niños, poderosos y dominados. A pesar de las permanentes sanciones y restricciones policiales, la divertida costumbre de arrojarse agua durante los días de carnaval seguirá acompañando a estos festejos a lo largo del siglo XX. Hacia fines del siglo XIX, el carnaval en Buenos Aires registraba una gran variedad de agrupaciones que reproducían el carácter multiétnico de la época. Para los festejos se organizaban estudiantinas (formadas por jóvenes estudiantes), orfeones (agrupaciones corales) y sociedades filarmónicas de corte español; comparsas y grupos de cómicos alla italiana; “naciones” de afro-descendientes y asociaciones candomberas; así como conjuntos tradicionalistas y gauchescos que representaban al criollismo local. Esta pluralidad de conjuntos y agrupaciones de carnaval escenificaban las dificultades de integración que vivía la Gran Aldea de entonces con la llegada de la inmigración ultramarina y la implantación del modelo de modernización. La variedad de nombres y de tipos de agrupaciones, exhibía la gama de orígenes étnicos y raciales que componía la población de la ciudad a fines del siglo XIX. Entrado el siglo XX, la ciudad de Buenos Aires crecía y se convertía en una gran urbe, al mismo tiempo que la diversidad y complejidad de las agrupaciones carnavalescas que mencionamos anteriormente se simplificaba y reducía a unas pocas variantes: murgas, comparsas y agrupaciones humorísticas. La murga porteña, en particular, sintetizará y será heredera de las influencias culturales de los inmigrantes más recientes; así como también expresará la huella africana que llega hasta nuestros días, sobre todo en la danza y el ritmo del carnaval. Hacia el año 1920 se pueden reconocer algunos conjuntos carnavaleros, que en sus mismas denominaciones, al igual que en las murgas actuales, proponen un estilo de expresión evidentemente satírico y burlesco de la realidad. Se hacían llamar “Los Caídos de la Cuna”, “Los Sin Plata”, “Los Curdas”, “Afónicos y Cacofónicos”.

Las altas y bajas del carnaval

Durante las primeras décadas del siglo XX, las denominadas murgas comienzan a tomar preponderancia en las fiestas callejeras del febrero porteño, al mismo tiempo que los corsos se abren paso en los nuevos espacios barriales, en plena expansión en la ciudad. Como dice Alicia Martín en Fiesta en la calle (1997): “Las agrupaciones de carnaval que se fundaron antes en fuertes lazos étnicos, de clase y de amistad, pasarán gradualmente a organizarse en función de los nuevos lazos sociales generados en y por la vida en los barrios”. Así aparecen agrupaciones que llevan por nombre una esquina de barrio, como los hoy casi centenarios “Nenes de Suárez y Gaboto”, o apelan al lunfardo como “Los locos por las Pebetas” de Las Cañitas. Al menos desde la década de 1940, cada una de estas agrupaciones se reconoce por su nombre, por los colores que portan en la vestimenta y por el barrio que da origen el grupo. De esta manera aparecen “Los Chiflados de Almagro”, “Los Fantoches de Villa Urquiza”, “Los Pegotes de Florida” y “Los Cometas de Boedo” como algunas de las murgas pioneras. La que se considera como “época de oro” de la murga porteña abarca las décadas de 1940 a 1960. En ese período se va consolidando una modalidad artística que incluye en igual proporción el discurso crítico y burlesco, aunque a veces también nostálgico, de las canciones y el despliegue enérgico del desfile y el baile murguero. De la misma manera, el bombo con platillo y los silbatos son los escasos instrumentos con que se logra marcar una poderosa rítmica. Con estos elementos, sumados a una vestimenta caracterizada por el brillo de las lentejuelas y las banderas, paraguas u otras “fantasías” que acompañan el desfile, se pone en acto una elaborada presentación que convoca a los vecinos a mirar, escuchar, aplaudir, moverse y reír. Por esto es que la murga convierte a la calle del barrio cotidiano en un espacio-tiempo festivo, especial, único, en el que todos pueden participar sin distinción de actores y público. A lo largo del siglo XX, la historia del carnaval transitó las altas y bajas de la vida política nacional. Por su parte, las periódicas interrupciones del orden político constitucional atentaron contra la continuidad de las prácticas festivas. Limitado, controlado y hasta prohibido, los altibajos en los festejos son el mejor ejemplo del temor que inspira a los gobiernos la libre expresión popular. Ciertamente, la tensión entre desaparición y continuidad de las fiestas de carnaval en la sociedad argentina encerrará contradicciones sociales mayores que remiten a la libertad de expresión, al uso de los espacios públicos y a la participación popular. Un particular punto de inflexión ocurrió el 9 de junio de 1976, cuando la última dictadura eliminó los feriados de lunes y martes de carnaval del calendario oficial por medio del decreto Nº 21.329. Este decreto afirma que dicha medida se implementa para: “incrementar la productibilidad a través de la eliminación de pausas en la actividad nacional”. No sólo se buscó limitar los festejos populares, públicos y callejeros sino que la anulación de los feriados estuvo relacionada con la imposición de una supuesta racionalidad económica: incrementar y maximizar los días de actividad laboral, sentando las bases para la política neoliberal que se instauraría luego. A pesar de la fuerte represión a toda forma de expresión pública por parte del poder dictatorial, con mucha dificultad, las fiestas de carnaval siguieron realizándose en algunas plazas, en clubes, en los tradicionales cine-teatro de los barrios, aunque no sin transitar un sinuoso camino de censura y control. Por esta razón muchos conjuntos y agrupaciones carnavaleras dejaron de reunirse, pasando a formar parte de la memoria popular. Así, toda una generación de porteños creció sin más referencias que los relatos de los mayores sobre los carnavales de antaño. El espíritu burlón e impertinente del carnaval fue perdiendo fuerza en un contexto de ausencia de libertades. Como resultado de ello, para la vuelta a la democracia en 1983 quedaban aún funcionando muy pocas murgas y comparsas que se organizaban para salir en carnaval.

Carnaval y murgas en el retorno democrático

En la ciudad de Buenos Aires y en el gran Buenos Aires algunas agrupaciones, y especialmente los denominados centro-murga, mantuvieron vivo el espíritu festivo e insolente del carnaval que los sucesivos períodos dictatoriales buscaron cercenar. A modo de una trama casi invisible, grupos de bailarines, poetas, músicos y cantores populares, protagonistas de esta historia, se siguieron organizando en asociaciones voluntarias e informales, muchas veces tan efímeras como los cuatro días que dura el carnaval. En 1983, el reinicio del período democrático en la Argentina abrió una nueva etapa de esperanza en la vida política del país. En el marco de una sociedad profundamente golpeada y desintegrada en sus lazos sociales, poco a poco y de la mano de distintos entusiastas carnavaleros, los festejos públicos irán recuperando los espacios perdidos. Algunas antiguas murgas barriales se reactivan y se van poblando de nuevas generaciones de “mascotas”, adolescentes y jóvenes, que hallarán en estas organizaciones informales un espacio de pertenencia en donde poder proyectar distintas potencialidades creativas. Acompañando y dando impulso a este fenómeno cultural, en el año 1988 y a partir de la iniciativa del músico Coco Romero se comienza a desarrollar una nueva forma de transmitir las artes carnavaleras porteñas: a través de los “talleres de murga”. Los “talleres de murga” se convierten en el caldo de cultivo para nuevas agrupaciones, que se forman con cierta libertad respecto de los lazos tradicionales y que, al mismo tiempo, buscan rescatar esos saberes populares a través del contacto directo con los “viejos murgueros”. Esto permitirá ir renovando las formas de expresión de las artes barriales y callejeras del carnaval de Buenos Aires. Paulatinamente, esa pasión que estaba adormecida se pondrá en movimiento a través de la participación de jóvenes de distintos sectores sociales. Así, docentes, profesionales, estudiantes y artistas pasan a engrosar las filas de un movimiento de carnavaleros que comienza a surgir y a organizarse para dar vida al tan anhelado “Reino de Momo”. Desde el retorno democrático, el movimiento murguero está impulsado por el encuentro e intercambio entre agrupaciones. Por eso, los primeros festivales en plazas y parques reúnen a murgas de distintos barrios y logran poner nuevamente la alegría del carnaval en el espacio público, extendiéndola a todo lo largo del año. Otro de los objetivos planteados desde los comienzos de la organización es recuperar esta fiesta popular en el calendario oficial. En este sentido, un acontecimiento significativo ocurrió el 11 de febrero de 1997, cuando más de treinta agrupaciones realizaron la primera “marcha” por el carnaval. Esta convocatoria, en defensa de la fiesta popular, reclamó la restitución en el calendario oficial de los feriados suprimidos durante la última dictadura militar. Con el tiempo, los reclamos por la recuperación de los feriados de carnaval se siguieron realizando año tras año. Posteriormente, estas movilizaciones se multiplicaron en diversos puntos del país, por lo que el reclamo carnavalero se amplió a nivel nacional.

La murga camina

Protagonista del carnaval, la murga porteña durante la década de 1990 fue construyendo espacios alternativos y renovadores que permitirán ir delineando una fiesta con nuevos e impensados horizontes. El músico y murguero Ariel Prat expresa en su disco “Negro y murguero” (2008) la vigencia y el fervor irrefrenable de la murga de estos días con estos versos:

“La murga camina, camina nomás,
de pura energía no puede parar. 
La murga camina y está por llegar, 
la loca milonga del baile ancestral”

Frente a un mundo regido por el consumo y el éxito individual, la murga aparecerá como un lugar de cercanía y encuentro colectivo, un lugar que no requiere de más título o derecho de admisión que las ganas de participar e involucrarse. Esta modalidad de agrupación cultural permite transformar lo negativo en positivo, la marginación en reconocimiento, al anónimo vecino de barrio en artista. En la actualidad existen más de cien agrupaciones de carnaval en toda la ciudad, distribuídas en los distintos barrios porteños, sumadas a la presencia de muchas más en el conurbano bonaerense. Las fiestas de corso que proponen estas agrupaciones son inclusivas, abiertas y participativas. Este movimiento cultural pujante de las murgas no se limita sólo a la ciudad de Buenos Aires y al conurbano bonaerense. En los últimos años, poco a poco, estas artes se esparcirán y multiplicarán por distintas provincias en todo el país. Junto a ellas Momo, dios griego de la sátira y la difamación, renacerá en épocas de carnaval, con su espíritu burlón, alegre y crítico. A su vez, el carnaval porteño logró un importante reconocimiento institucional, cuando en octubre de 1997 el Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires declaró patrimonio cultural a las actividades que realizan sus agrupaciones de carnaval a través de la Ordenanza 52.039. Esta declaración vino a reconocer la continuidad del vigoroso carnaval de principios del siglo XX, particularmente a partir de las actuales murgas y centro-murgas. Acompañando a este recorrido carnavalero, un momento fundamental sobrevino el 25 de Mayo de 2010, cuando durante los multitudinarios actos por el Bicentenario, las murgas pudieron ser protagonistas y memoria viva de la historia argentina. Se reunieron “Los Amantes de la Boca”, “Los Chiflados de Boedo”, “Los Mismos de Siempre”, “Resaca Murguera” y “La Gloriosa de Boedo”, con más de 110 bombistas y 350 bailarines, para interpretar una de las escenas clave dentro de los festejos patrios. Representando el momento de la reapertura democrática en el año 1983, el despliegue de esta escena buscó simbolizar a través de las murgas la gran ilusión, renovación y alegría que significó para todo el pueblo argentino aquel acontecimiento político. Poco tiempo después se produjo la noticia más esperada. En septiembre del mismo 2010 el Poder Ejecutivo de la Nación restituye los feriados de lunes y martes de carnaval en el calendario oficial de toda la Republica Argentina. El anuncio ocurre en los salones de la Casa Rosada ante un auditorio poco habitual, colmado de coloridos y alegres murgueros. Luego de 34 años de haber sido abolidos los feriados, entusiastas carnavaleros de todo el país festejan la recuperación de aquellos famosos “cuatro días locos”. A la luz de este escenario auspicioso, las fiestas de carnaval vislumbran nuevos tiempos y desafíos para el futuro, con sueños más inclusivos, colectivos y plurales. Desterrado del olvido, el carnaval vuelve a abrir generosamente sus puertas a todos aquellos que quieran ingresar a la fiesta, en la que nadie necesita tener invitación o anunciarse para poder participar. Vapuleado por los guardianes del orden, del miedo y la desesperanza, se quiso dictaminar la defunción y el entierro de esta fiesta antiquísima y milenaria. Todos fueron intentos en vano, puesto que para el carnaval la muerte no es el fin de la vida, sino que forma parte de un ciclo. Por ese motivo el carnaval no desaparece, resurge año tras año como un eterno sobreviviente en cada uno de los escenarios populares y callejeros. Aunque, a decir verdad, el carnaval nunca es el mismo, dado que renace con nuevas máscaras, nuevas generaciones, nuevas formas de reír, de bailar, de cantar y de soñar, el retorno irrefrenable de la vida misma. Y nuevamente, como es costumbre en la poética carnavalera, la despedida se hace presente y dice: ¡hasta otro carnaval!

Llegó el final, adiós, adiós
Hasta los bombos acallaron su voz
Con gran tristeza la murga se aleja
Pidiendo disculpas si es que hay una queja.
Pero tal vez, si hay un tal vez
Nos encontramos mañana otra vez,
Y nuevamente igual que este día
Será la alegría, el supremo juez.

(Fragmento de “Un recuerdo grabado”, de Jorge “Guigue” Mancini. Publicado en Poesía del carnaval de Buenos Aires, compilación de Martín, Morel y Canale (2010).

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