Entrevista a Jorge Boccanera
Por Matías Mauricio
Foto encabezado: fuente MDZ Cultura & Ciencia

Jorge Boccanera es uno de los poetas más significativos de estos tiempos. En su “jadeo del viaje” andan sus libros, el exilio, su amistad con Olga Orozco, Silvio Rodríguez, Juan Gelman y el barrio todo. En un cruce de preguntas y respuestas abre fuego sobre el romance que mantiene con el tango: tango que le galopa en la sangre, como otra sangre.

 

ZONA DE TOLERANCIA

En el combate anterior figuramos un ring side y lo subimos al letrista Frank Schmitt (el árbitro de la pelea en su conteo de protección nunca llegará a los diez, quiero decir: si todavía no leíste la nota estás a tiempo https://www.tintaroja-tango.com.ar/2014/12/una-letra-que-no-dispara-imagenes-colectivas-no-sirve/). Hoy, el que sí te llega es el poeta Jorge Boccanera que, como los buenos jugadores de truco, en un solo movimiento de manos puede sacarte del juego o invitarte –como lo hace en este caso– a todo ese universo minado de personajes de historietas, compañeros de lucha, espantapájaros suicidas y hasta la aparición de una Sordomuda (1991), título de uno de sus libros insoslayables como los otros de nombre Polvo para morder (1986) y Palma Real (2008). Eso sí, en este juego nada de cartas marcadas: él te juega con verdades.
En su cuerpo, que es decir su sangre, no sólo anida el poeta. Hay también el investigador y el ensayista que supo darnos Confiar en el misterio, Viaje por la poesía de Juan Gelman (1994), sin lugar a dudas lo mejor que se escribió sobre Juan (si alguien me lo refuta, lo espero en la esquina de siempre para batirnos a duelo). Ya que estamos en el juego, sumémosle otro oficio: el de periodista, que lo llevó a ser secretario de redacción de las revistas Plural (México), Crisis (Argentina), Aportes (Costa Rica) y hay tanto más que no alcanzaría una Tinta Roja entera.
Pero acá estamos, para echar luz sobre el Boccanera enlazado al tango, eso que yo llamo el “Cancionero Urbano” porque, y esto corre por mi cuenta, Jorge es uno de los pocos poetas de libro que puede zambullirse en la cancionística… y salir ileso. Y si no me lo creés, escuchá en la voz de Silvio Rodríguez “Qué Cazadorhttps://www.youtube.com/watch?v=TU4uI9Zy0uk con música de Alejandro del Prado, o también “Será posible el surhttps://www.youtube.com/watch?v=Rt3ylkVJrMw con música de Nahuel Porcel de Peralta en la voz de Mercedes Sosa, y ya que andás entusiasmadx hundí el oído, tanto más si es el corazón en “Carta (Buenos 15 de noviembre)https://www.youtube.com/watch?v=XUUusilmdZI con música y canto de Alejandro del Prado. Los más incrédulos osarán decir: “Esa suerte se la debe al melodista y al intérprete”. ¡Ojo compañerxs! No se olviden que el texto solo también habla, también insufla, también canta. Por eso: ¡puño en alto por Boccanera! y a sacarse el sombrero. Los convido entonces a espiarlo mientras entre mate y mate nos muestra su costado de esquinoches barriobajeras, misteriosas.

Jorge Boccanera y Silvio Rodríguez

TAMBOR DE JADEO

En conversación con Del Mazo te oí decir: “Mi influencia es la letra de tango”. Hermoso gesto de fe, si uno piensa en los “eruditos de todo” que desprecian a la canción definiéndola como arte menor. Más allá de tu universo poético ¿dónde podemos rastrear ese adn tanguero?

Es verdad, algunos poetas sienten que su obra se “vulgariza” cuando asoma, entre sus influencias, la letra de tango. La barren debajo de una alfombra hecha con retazos de libros clásicos o de vecindades supuestamente rutilantes y surgidas hace un rato, más vistosas al espacio que se disputa: el de la supuesta modernidad. No creo que Bukowsky sea más trasgresor que Discépolo. Te aclaro que no desdeño esas líneas, porque uno se va formando con un universo de lecturas muy diversas, pero lo mío empezó con el tango, porque mi viejo cantó como “Roberto del Mar” con varias orquestas en Bahía Blanca, y porque aprendí a leer en la mesa de revistas que tenía mi abuelo en su peluquería.
Así que ese adn tanguero viene de la infancia, en las cantinas del puerto de Ingeniero White, en Bahía, con mi Viejo cantando tangos y yo rumiando algunas letras cuyo contenido no alcanzaba a entender todavía, y que me acercaban imágenes de Manzi, Cadícamo, Discépolo, Flores, Contursi, y algunos que luego pude conocer personalmente: Cátulo Castillo, Homero Expósito, Juan Carlos Lamadrid y Héctor Negro.
Vengo de una familia que anidó en la música: mi Viejo –que era un cantorazo– mi Vieja, mi hermano –con varios discos en su haber–, una prima que cantaba litoraleñas –María Helena, fallecida tempranamente en un accidente de auto– y otra prima que ahora mismo canta tangos griegos en la librería Clásica y Moderna.
Yo tuve que optar y lo hice por la literatura, aunque me di el gusto de cantar unos tanguitos en boliches de Medellín, como el Patio de Tango del Gordo Aníbal Moncada, –una leyenda en su ciudad– y en México en una gran carpa acompañado allí por tres guitarras. Tanto la poesía del tango como la parte instrumental, son de gran riqueza; expresiones culturales profundas como el jazz o el cante jondo.

Hay una figura entrañable que asoma en tus poemas “El peluquero”, “La torre roja” y en “Carta (Buenos Aires, 15 de noviembre)” ¿quién era, cómo se llamó y qué hay de él y su mundo en tu obra literaria?

Mi abuelo paterno, Santiago, vino de Italia; al materno, Alejandro, que llegó de la isla de Samos, Grecia, no lo conocí. Santiago, mi “nono”, instaló una peluquería grande, de tres sillones, en el puerto de Ingeniero White. Todo el tiempo estaba repleta de estibadores, marineros, forasteros, camioneros y lugareños. Como el negocio estaba adelante de una casa chorizo –yo vivía en el fondo–, de chico consideraba a todo el que encontraba en la peluquería, como una visita. Me sentaba junto a la mesa de diarios y revistas a escuchar esas charlas en distintas lenguas, y todo eso me marcó: el ambiente del puerto, las vitroleras del bar, la música de las cantinas, los cabarutes, el muelle donde aguardaban grandes barcos las operaciones de carga y descarga; eso fue una usina para mi imaginación de pibe y mi curiosidad: ¿de dónde venían estos tipos?, ¿qué idioma hablaban?, ¿por qué a ratos se quedaban demudados ante un recuerdo?, ¿qué paisajes guardaban sus países?, ¿por qué su alegría terminaba en desenfreno?, ¿qué les dolía por dentro?. Lo dije más de una vez, el que nace en un puerto lleva el viaje puesto. Y mi nono me hablaba de Italia y de la guerra del 14 en la que había participado. Casi siempre me llevaba a pasear al muelle; White fue por años un puerto importante de Sudamérica, de gran calado. Ahora me pregunto si no iba al puerto a mitigar su nostalgia, viendo esos grandes buques llegar y partir. Porque no regresó nunca más a su país. Un día se metió en mi poesía, pero además en otras, y no ha dejado de viajar. Hay un texto de Gelman que lo nombra, dice verlo cruzar por el poema con sus grandes tijeras cortando el tiempo.

Existen discos-bisagra dentro del cancionero urbano. Sin duda, uno de ellos es “Dejo constancia” de 1982, que lleva poesía tuya y música de Alejandro del Prado. ¿Contame esa experiencia?

Cuando saqué mi primer libro en 1973, ya había allí rastros de letras de canciones, como el poema “Buenos Aires con bronca”; además había armado con mi guitarra algunos temas (bastante flojos, por cierto); un año después conocí a Alejandro que integraba el grupo “Saloma” y que musicalizó algunos poemas míos –entre ellos el tango “Carta” – y los metió en un disco. Yo me fui al exilio a México, donde nos reencontramos y empezamos a trabajar un disco que iba a llamarse Letra y Música y terminó llamándose Dejo constancia. No teníamos un método de trabajo; a veces musicalizaba algo mío, aunque por lo general él me tiraba melodías, acordes, y yo le tiraba palabras, climas; de esas juntadas salieron las canciones del disco y otras que nunca fueron grabadas. En ese tiempo Alejandro tocaba solo y también acompañaba en guitarra a Zitarrosa, y yo andaba en una barra que también incluía a artistas que pasaban o vivían allí, como el guitarrista Caíto y Silvio Rodríguez; el asunto fue que el disco se fue armando con sones de canción, de tango, de murga, en el que participaron también Litto Nebbia y Daniel Binelli. Aunque luego hice canciones con otros músicos: Raúl Carnota, Nebbia, Nahuel Porcel de Peralta, Lalo de los Santos, Pancho Cabral, entre varios, debo reconocer que la etapa con Alejandro fue muy importante para mi crecimiento. Remábamos en la misma sintonía. El tango nos atravesaba; la canción que canta Silvio, “Qué cazador”, de hecho parece un tango.

 

Tapa del LP «Dejo constancia» de Alejandro del Prado (1982)

 
 
Justamente, hablando de Alejandro del Prado: ¿creés que ha sido suficientemente considerado como artista?

No sé qué responder a preguntas como esa. Porque en el polo opuesto al ninguneo hay una palabra que me hace ruido, “éxito”. Creo que Alejandro renovó con sus composiciones a principio de los ‘70 el jadeo ciudadano, la respiración de los barrios, con calidad, con desparpajo, mixturando rock y tango, pero metiendo además en la olla algo de murga, jazz, milonga y candombe Una vez dijo: “Curto la folklórica de esta ciudad”, y eso lo define; un artista con raíces pero abierto a los cruces culturales sin necesidad de adosarle etiquetas a lo que hace, ni prevenir con eso de la “fusión”, porque para él es natural ensamblar esos ritmos. Además, en su búsqueda, le dio nuevos contenidos a la música urbana al ensanchar el espacio poético trabajando sobre textos de González Tuñón, Juan Gelman, Adrián Desiderato, Osvaldo Ardizzone, Cacho Costantini y Vicente Muleiro, entre otros. Alejandro puso un sello y dejó constancia con sus composiciones y las distintas agrupaciones que armó, casi todas con la participación de su esposa Susana; desde el “Saloma” de los ‘70 a la superbanda con la que presentó en los ‘80 el disco en el Astral, en la que tocaban entre otros Binelli, Tejera, Nebbia y Minichilo. En esa misma década aparecieron otros discos suyos con mucha fuerza: Los locos de Buenos Aires y Fotos de una ciudad; y tras años de silencio volvió con un trabajo impresionante, Yo vengo de otro siglo, donde ratifica sus dotes de compositor y escribe sus propias letras, todas muy originales.

Y pensando en grandes artistas: ¿es cierto que recibiste una carta de Astor Piazzolla con la propuesta de enyuntarse para hacer canciones? ¿En qué quedó esa invitación?

Siempre me gustó trabajar con músicos y desde ya en presentaciones de mis libros tocaron Nebbia, Carnota, Del Prado, murgas uruguayas y grupos diversos; no concibo una presentación de libro por fuera del diálogo y la fiesta. Hace unos años hicimos una juntada con Binelli: poesía y fuelle, en la Biblioteca Nacional. Lo de Piazzolla hubiera sido un premio grande; yo lo venía siguiendo desde mediados de los ‘60 y recuerdo haber comprado con mucho esfuerzo sus discos “Las cuatro estaciones” y “Adiós Nonino”. Ya un tío mío muy tanguero me había hecho escuchar “Sónico” de Eduardo Rovira y en 1971 empecé a ir con una novia a Caño 14, donde actuaba Goyeneche. Todo este preámbulo, porque Piazzolla viene de la mano de mi infancia, el puerto, mi Viejo –con quien a veces discutíamos sobre la música de Piazzolla–, mis tíos y lo que se iba conformando como un gusto propio. Dentro de esas preferencias (desde ya, todos teníamos nuestros cantores, nuestra orquesta) se fue perfilando Piazzolla de un modo extraño. No fue solo una música que me acompañó siempre, en especial cuando viví lejos, sino una atmósfera que me dictaba poemas, fraseos que se entrelazaba con la respiración de mis viajes y le ponían música a mis soledades, a mis pasiones. Hubo épocas que lo escuchaba todo el día y su música es una travesía por una selva donde todo está en continua transformación. Lo que quiero decir es que sus piezas pedaleaban en mi imaginación y me llevaban a lugares increíbles. De ahí llegué a soñar que un día, nos íbamos a reunirnos a improvisar entre el rumiar del bandoneón y las imágenes que me arrancaba.
La cosa es que en el 83 recibí en la revista Plural de México, donde laburaba, una carta suya. No lo podía creer. Me decía que había leído poemas míos que le habían gustado y que esperaba conocerme personalmente, y tiraba la posibilidad de encarar algún laburo juntos. Por ese entonces yo aún estaba exiliado en México y él vivía en Uruguay, y cuando regresé y pude verlo un año y pico después, ya él no andaba bien de salud. Y aunque me dijo que le enviara algunas letras, todas –me advirtió con una métrica tradicional– preferí no incomodarlo. Hoy me arrepiento mucho, mi timidez pudo más y a veces estando solo me lo reprocho. Del país del boludo no se vuelve… ni con el yuyo verde del perdón… jajaja!”.

¿Actualmente estás trabajando con algún músico en particular?

Lo que se dice “trabajando”, no, porque eso sería una juntada. Pero hay músicos que tienen poemas míos para musicalizar. Hay un disco pendiente con Nebbia, que se fue posponiendo por distintos asuntos. Temas en escabeche, varios. Uno se llama “Los Milongueros” y le está haciendo los ajustes finales Nahuel Porcel de Peralta, con quien compusimos temas como “Será posible el sur”. También acabamos de componer un par de temas con el riojano Pancho Cabral (ex los Huanca Hua). Me gustaría hacer algo con un gran músico nuestro, Dino Saluzzi, cuyas búsquedas también me abren puertas en lo literario. Lo conocí personalmente no hace mucho, pero me ha dispensado su amistad y quizá de las charlas que a veces tenemos en algún café, salga alguna historia.

La editora Patria grande lanzó hace unos meses tu último libro de poemas Monólogo del necio: ¿qué viaje le espera al lector?

Espero que sea una travesía por las preguntas que nos arroja a la cara la vida día a día, una travesía con algo de aventura y misterio; la poesía no es complaciente, no sirve de autoayuda y, como dije en algún poema, se cocina mucho a fuego lento pero “se come cruda”. Seguro el lector encontrará algo de chamuyo, de trama dialogada con tangos como “Soledad” de Le Pera, un decir ladeado en el poema “Milonguero viejo”, que alude al tiempo, y sobre todo encontrará al final del libro unas “Canciones Necias”.

Para irnos despidiendo de esta conversación ¿quién era la “Malena” de Homero Manzi, Jorge?

Mi versión, sobre la que me explayé en una nota en Clarín y forma parte de un libro que saldrá en 2016 sobre los viajes del poeta García Lorca, es que Manzi estaba muy influenciado por el granadino y que subyace en “Malena” la teoría del duende de Lorca. Desde ya Manzi incorpora una simbología lorquiana de lunas, sombras y puñales, que desembocan en un sino trágico; además del lirismo de los violines sangrando, todo en un clima espectral. Como si del territorio fantasmagórico de Lorca, partiera rumbo al barrio de Manzi, esa “yunta oscura trotando en la noche”. “La Malena” era además una de las voces del cante jondo que Lorca solía mencionar en sus charlas sobre el tema, esas cantantes andaluzas, esas gitanas poseídas por ese duende –un término que Manzi incorpora al tango– que sube desde la planta de los pies y luego de tomarse un vaso de aguardiente canta “sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada… su voz era un charco de sangre”, dice Lorca. ¿Acaso la Malena del argentino no se entrega toda en cada verso?, ¿no tiene tonos de callejón oscuro en su voz?, ¿no se pone triste con el alcohol, no canta con voz de pena, quebrada entre fantasmas y ladridos? Más aún. La “Malena” espectral de Manzi, de ojos oscuros y labios apretados: “canta el tango con voz de sombra”. Al igual que Loca describe a su cantaora “con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo”. Que cada quien haga su propia lectura; para unos el personaje del tango se basa en Juana Rubino (“la rubia que tanto amé”), para otros fue Celina (hija del escultor Agustín Riganelli) y para otros la chilena Elena Torterolo –amparada artísticamente como Malena de Toledo– a la que habría conocido Manzi en San Pablo en 1941. Un capítulo aparte merece la cantante Nelly Omar, con quien Manzi mantuvo una pasión secreta y a quien le dedicó los tangos: “Fuimos”, “Después” y “Torrente”. Mi teoría se contrapone a aquellas que han querido ver en ese gran tango una canción de amor; la letra no pasa por ahí, sino por la creación y el modo en que surge del lodo de una calle sin dictados de musas, más cerca de lo visceral; precisamente aquello que aparece con ese duende que despierta, dice Lorca, “en las últimas habitaciones de la sangre”. Quizá “Malena” esté armada con el soplo de cada una de ellas; quizá sea apenas una murmuración que sube desde el barro aguijoneada por la pasión de decir, de interpretar, quizá sea solo un timbre quejumbroso; hebras de una voz con los tonos oscuros del callejón.

POLVO PARA MORDER

Después de conversas como ésta, uno confirma cuánto saludable entusiasmo nos provoca una vida henchida de compromiso, audacia y originalidad: el decir, el hacer y el pensar apasionados de Jorge que pude “visitar” en este encuentro, son antídoto mortal ante la superficialidad, la mediocridad, el oportunismo y la vanidad. Encuentros como éste invitan a redoblar la apuesta y, desde el lugar que cada unx ocupe, hacer mejor lo que ya está haciendo, con más creatividad, con más riesgo, con más coherencia, con más utopía. Por eso ni bien termines de leer Tinta Roja corré a la biblioteca, a la discoteca, a la cinemateca más cercana y revolcate en ellas: revolcate de amor como lo hacen los perros de la calle.
Hasta el próximo combate.


Jorge Boccanera, Osvaldo Pugliese, Pedro Gaeta y amigos. Foto del archivo personal de Jorge Boccanera.

Poemas de Jorge Boccanera

EL PELUQUERO
Asentaba navajas en un listón de cuero,
porque era su trabajo arrancarle a los rostros sus
animales muertos.
Hacía barba y bigote para el espejo atestado de
gente,
Su navaja pulía aquella superficie,
rasuraba los rostros del espejo y haciendo su
trabajo
¿afeitaba al espejo?
Era más chico que un tarro de gomina Brancato
mi abuelo,
pero una cabeza más alto que la muerte.
Invitaba al cliente sacudiendo una toalla
y el cliente ocupaba aquel sillón Dossetti
de madera
y entraba en el espejo.
El estilista hablaba solamente con su tijera
y cuando ella por fin tenía la lengua afuera,
él decía: “servido”.
Mi abuelo maquillaba al espejo con estrellas de
talco y usaba un pulcro saco blanco.
La muerte -que también es prolija- le envidiaba
su colección de peines.
Un día la muerte, que hojeaba una revista
deportiva, dijo: “me toca a mí”.
Y ocupó aquel sillón, despatarrada y con
un remolino en la cabeza.
“Tiene un pelo difícil”, dijo sin voz mi abuelo.
Después, la muerte asentó su navaja y haciendo
su trabajo, ¿rasuraba al espejo?
El peluquero se marchó bajo un cielo cualquiera
con estrellas de talco.
El espejo se pasó la mano por la cara afeitada,
suave, como un recién nacido.

(de Sordomuda)

LOS MILONGUEROS
En un jardín vacío,
animales sin torso bailan un cuento.
Se mecen y flamean
las piernas que parecen lenguas de fuego.
Arden los convocados,
dejate ir en hervores de este deseo.
Llevame de la mano,
que lo mío es lo tuyo (y es cuerpo a cuerpo).
Hay un aire salado
que viene de la boca roja del puerto.
Escribamos bailando
una carta de adioses y de regresos.
Hay que remar hermanos, hagan silencio,
que caminan dormidos los milongueros.
Escupen de costado
los que quieren graduarse de milongueros.
Le sacan espuma al piso
un bailarín de aprontes… que voy… que vengo.
Con su zapato mudo,
va tallando la cara del entrevero.
Cinturas que se enlazan,
cuerpos que trastabillan en un secreto.
Poné la otra mejilla,
la vida cuando mira dice “te quiero”.
Cuando sube a la pista,
tu pie besa la tierra del milonguero.
Hay que remar hermanos, hagan silencio,
animales de carne se vuelven viento.

(de Monólogo del necio)

MANJARES
“Los hombres que cocinan”.
“Los hombres que cocinan”, dice el profesor Tauro,
no en las enciclopedias. En la calle,
a quien quiera escucharlo: fritangas de coraje,
vinoespeso, chocolate de perlas.
Sentado en una mesa del bar El Lobo Púrpura, cerca del
Puente Negro, desliza pensativo:
mole de guajolote, tamales de paciencia.
Y tiende en el suspenso un mantelito a cuadros.
Perdices estofadas en globos de historieta.
Se le hace agua la boca.
¿La obsesión de su vida? Una bestia emplumada.
¿La niña de sus ojos? El jabalí adobado.
Gentilhombre. En la calle da el verbo «aderezar».
Donde ayer hubo piedras, confitura de arándano.
Salpicón de cordero donde ayer hubo frío.
Donde una vez el odio se levanta un asado.
Frutas cristalizadas bajo lámparas suaves
y al que quiera escucharlo: carnero a la jalea,
vinagreta, uvas negras.
Te encomiendo mi alma: lechoncillo, jengibre.
Se relame (osobuco), se le hace agua (salsita).
Grandes papas doradas como besos,
faisanes gratinados, caldereta, potajes.
Caviar del pensamiento y motivos del árbol del ají.
«Los hombres que cocinan,
encontraron el modo de evitar el suicidio.»

(de Bestias en un hotel de paso)

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